domingo, 27 de octubre de 2013

Ruidos del conflicto armado en la escuela.



La escuela colombiana es un agente social afectado severamente por el conflicto armado. No son solamente las 5450 violaciones a la vida, a la libertad e integridad personal de los afiliados a Fecode, en el último cuarto de siglo (Cuello: 2011,68), ni los 40 maestros asesinado en promedio por año, sino los miles de niños, niñas y adolescentes, que día a día, llegan a las aulas, con el dolor de haber visto lapidar a sus familiares, con la pena de dejar a los vecinos, a los animales, la labranza y la tierra que los vio nacer y crecer. Del 100% de los municipios colombianos, más del 95% ha sido perturbado por el conflicto armado. En el caso de Bogotá, cerca de un 12% de escolares pertenecen a ese prototipo, sin que la escuela citadina esté preparada para integrar a esa franja de colombianos tal como lo exigen sus circunstancias.

El relato acerca de La hija de “La leona es una tipología de las muchas que se hallan en las aulas de clase, algunas veces sin que los educadores y directivos docentes se percaten de su existencia, más allá del baladí dato. El sentido de la publicación, no es otro que llamar la atención de la escuela acerca de la invisibilización en que se halla el flagelo; la segunda pretensión es convocar a los educadores a la escrituración de las situaciones, para su reflexión y actuación pedagógica; y, el tercer deseo, emplazar a las entidades de las que habla la Ley de Infancia y Adolescencia y el decreto 1965 del 2013, para que se apersonen y le brinden a la escolarización, la atención remedial y preventiva que ella impetra.  

La hija de “La leona”

Leona, es el apodo con el que apellidaron a la madre de una criatura desplazada, de la Costa Caribe, por el conflicto armado y por la violencia intrafamiliar, junto con un hermano cachorro y el felino progenitor de un cuarteto de progenies. Con La hija de la leona se conoce en la literatura una novela de Vicente García Oliva. El relato, además de parafrasear el título de la obra, posibilita el uso del nombre de la primogénita real del Duque: Rosalinda. Así se podrá leer en adelante el nombre de la niña protagonista del escrito, el nombre del padre, de la madre, de los hermanos de sus consanguíneos y afines.

“José, ¿Qué hacemos con Rosalinda?” Pregunta la directora del grado 6X. “Yo creo que a esa niña le pasa algo, porque pelea a cada nada con los compañeros”, asienta el profesor de una de las áreas. ¡Hay que hacer algo con Rosalinda!…los niños dan muchas quejas, porque les pega y los amenaza que cuando salgan del colegio se van a enganchar…”, apunta otro colega. “A esa muchachita hay que entenderla, porque tiene sus problemas…”, apuntala el coordinador. “Es urgente llamar a la mamá, porque la alumna anda diciéndole a los otros que siente unas cosas raras, que la persiguen espíritus…en fin, algo le está pasando y a eso hay que ponerle atención…”, expone el profesor de Educación Física. “Esa es una loca, corean de manera burlona algunos estudiantes del curso”. “Dizque en el salón de mi hija hay una niña corrida…eso nos preocupa a los padres de familia”.  

Rosalinda, como reza una canción “es linda rosa que floreció junto al río”. Es un alinda púber de piel morena, cabellos crispados, sonrisa recóndita, elocuencia tímida, cuerpo menudo, muy avispada, “con ganas de salir adelante” y de mucho coraje para enfrentar los avatares que la existencia ha puesto en su senda. Una chica que nació hace 12 años, como millones de colombianos, producto de las pulsiones emocionales de dos adultos, que para el momento se regocijaban del aroma de amor que expelía el jardín del noviazgo, y de la transparencia del agua en su discurso, pero que con el paso del tiempo han dejado marchitar esas flores, porque el río del afecto se ha ido desecando y su cause se ha contaminado con el clima de los conflictos.  

Todo marchó bien en la madriguera costera durante tres lustros, hasta que un día la leona y su cónyuge supieron de la incursión del león abuelo en la cuna de la hermana mayor de Rosalinda. El menoscabo que causó fue, evocando al autor de la Divina Comedia, dantesto en la menor de 14 años: abusó sexualmente de la nieta y la preñó. La denuncia llega al ICBF de un municipio coribeño y pronto se hace la interrupción del forzoso e involuntario embarazo. Desde ese entonces, el león abuelo huyó de la madriguera. Las exhaustivas investigaciones no han dado con el paradero, sigue suelto en la selva de la impunidad, con el agravante de que Rosalinda no puede volver, ya que ese lobo feroz puede aparecer en cualquier momento en el bosque y devorarla, no obstante, uno de los clamores de la leoncita de 6X es retornar a su tierra natal, porque “aquí hace mucho frío es muy feo”.

La longeva fiera desbarajustó a la familia de los felinos, constreñirlos a desplazarse, en un primer momento para Urabá, pero allá no hubo acomodación de la estirpe. Otro desalojo fue para la Guajira. En la península la leona conoce a otro león y con él organiza un nuevo escondrijo, dejando en manos del consorte depuesto: la niña violada, Rosalinda y dos cachorritos. “Ya no canta el gallo viejo, como cantaba primero, porque ha venido otro gallo a cantar al gallinero”, podría ser la síntesis de la decisión de la indómita,  que se queda en la Guajira cuidando el nuevo cónyuge, porque según él “para eso la consiguió”.

Entre tanto, el progenitor de Rosalinda, como en la canción de Diomedes, mejor se va como hace el cóndor herido, porque la pena de la hija mayor y la perfidia de la esposa están acabando con su vida, empero, gracias a su coraje ha podido resistir y no se quiero morir, porque le duelen sus hijos. Ese dolor y ese coraje se hicieron ostensibles en la visita realizada al colegio, luego de “hacerle la cacería” en la jungla del barrio y en la floresta del trabajo. En este último escenario, gracias al apoyo del jefe de personal de la compañía de vigilancia, se logra obtener el permiso para un día de la semana, conminando, tanto al jefe como al subalterno, de la gravedad de la situación, se responsabilizara aún más.

¿Cuál gravedad de la situación? podría decir alguno de los lectores de este relato, si en “Cien Años de Soledad” desde las primeras páginas los personajes hierven en deseos de poseer a sus hermanos o parientes cercanos, violando toda norma y contra toda prohibición, y donde los caprichos personales gobiernan la vida de los hombres. Pero a Rosalinda se e le agrava aún más la situación, a causa de en esos ires y venires subyace en escena el conflicto armado. Ella relata, que uno de los tíos más apreciados tenía una novia, un narcotraficante se enamoró de la jovencita y por no acceder a sus pretensiones le asesinó al novio delante de ella y de Rosalinda.

El escenario obliga al cóndor herido a buscar un rumbo distinto. El destino es Bogotá, ciudad a donde llega con Rosalinda y un hermanito, dejando en Córdoba a la hija mayor y al niño menor. Esto aconteció hace apenas dos años. En la capital, el padre de Rosalinda como pudo hizo un curso de vigilancia y con esa formación lo enganchan y ahí se mantiene, entre otras razones porque su semblante refleja ser un hombre joven, responsable, de coraje y como lo precisó él mismo en la vista al colegio: “echao palante”.

Bueno, ¿Y cuál era la urgencia de ir al colegio? Pues no era otra que entregarle la remisión que un médico siquiatra, de la Secretaría de Salud, en visita in situ al plantel, dejó, luego de conversar cerca de tres horas con la estudiante de 6X. En esa conversación La hija de la leona ratificó lo expuesto a varios niños, a determinados profesores, al coordinador, al autor de este relato y  aun sicólogo de la línea 123. El único que no sabía de la magnitud del asunto era el exhausto padre.

Rosalinda decía percibir las voces del tío asesinado y de un primo ahogado. Expresaba también sentir, detrás de sus hombros, la sombra de esos espíritus. Aducía, que cuando ella tenía ganas de pelear, el alma del tío le exhortaba en el oído que no lo hiciera, que no vengara su muerte como lo había dicho en la Guajira, el día del sepelio. Rosalinda es subvalorada en el curso. Expresiones como: “Ella está loca”, “sáquenla del colegio” “cámbienla de curso” dan cuenta del malestar de unos niños, que potencialmente están pasando de la etapa del renacuajo al de la rana, sufriendo el penoso episodio de la metamorfosis de la adolescencia.

Rosalinda niega con sus actos bruscos las afirmaciones de sus compañeros de curso, los mira con rabia y les señala: “¡Yo no estoy loca!”, “ a mi qué siquiatra ni que sicólogo”, yo quiero es irme a ver a mi hermanito en la Costa y a visitar la tumba de mi tío, quiero hablar con él…Horas antes  de la visita del facultativo, el coordinador y el suscrito ingresan al aula a dialogar con los educandos acerca de Rosalinda, se escuchan muchas voces recriminando su actitud, hay murmullo… sin embargo, al final se les precisó que vendría un siquiatra, se les dijo qué hacía ese profesional, se puntualizó en la importancia de ayudar a La hija de la Leona, de no molestarla, no expresarle palabras ofensivas, sino como decía Huidobro: “palabras que den vida, no palabras que maten” .

Culminada la visita y firmados los protocolos se le pidió al siquiatra hablar con los niños, pero adujo motivos de tiempo, dejando esa tarea en manos orientación, coordinación y de los profesores. Finalmente, el felino lleva la remisión para pedir cita para la alcurnia en la EPS, porque la enfermedad es colectiva… acá hay que potenciar más al padre sin descuidar a la pequeña…el colegio le ofrece el respaldo para seguir adelante con sus hijos, el colegio le pide dedicarle más tiempo y brindarles más afecto y confianza a la niña y al niño, quien está validando el bachillerato. En el lapso en que se dinamizaron estas acciones, huelga decir, en las últimas dos semanas del mes, Rosalinda faltó dos días al colegio, al parecer por miedo a las acciones de ayuda.

En el momento en que se elabora este relato, la leoncita está dando muestras de más alegría, se está acercando más a trabajo social y a coordinación, ha limado asperezas con las niñas candidatas a pelear, cambió de peinado, las mejillas que la violencia quemó con el tizón encendido del dolor, empiezan a desenrojecerse. Rosalinda, La hija de la leona, es una heredera de Macondo que, contrario a los relatos de José Eustasio Rivera, no jugó su corazón al azar, para que se lo ganara la violencia, no obstante, la violencia se lo está queriendo ganar. En años anteriores, la angustia la puso at portas de quitarse la vida. Eso también lo vertió en el centro escolar.

Bueno, he elaborado este relato, sencillamente para reiterar la manifestación urgente de acceder a herramientas, que nos permitan abordar, en los colegios, situaciones como estas, que dicho sea de paso son bastantes, que no dan espera y porque pueden llegar a estadios superiores en su complejidad. Habitamos un país donde la realidad supera la ficción como lo expresara Carlos Fuentes y que para ver esa realidad se necesita mucha imaginación, como lo escribe Rulfo.

José Israel González B. Bogotá DC, abril de 2013         

martes, 8 de octubre de 2013

La palabra en la escuela...


A finales de agosto del año en curso, El Tiempo publicó una columna titulada: Colombia, un país donde hasta el lenguaje se corrompe. La lectura del texto de Gossain no la pude escindir del paisaje educativo; al contrario, mantuve un estrecho vínculo con la vida escolar, llegando a colegir, cual verdad de Perogrullo, que la escuela no escapa a tal corrupción, o si se  quiere a la suplantación del discurso pedagógico y didáctico por términos que enrarecen su estirpe disciplinar.  Pero en la médula espinal de la corrupciòn del lenguaje está  la estupidez de nuestro idoma, que al decir de Fernando Vallejo "sigue cediéndole espacios al inglés por no adoptar un sistema ortográfico basado en la fonética y no en la etimología".

Para incitar el debate: a las vacaciones ya no se les dice asuetos sino receso escolar; los rectores suelen nominarse gerentes o jefes; a los maestros no se les designa pedagogos sino guías, acompañantes; el centro que educa ya no es la escuela sino la institución; a la Urbanidad de Carreño se le conoce como Manual de Convivencia; al recreo se le señala como descanso; al avío, medias nueves u onces se les echa de ver como refrigerio o lonchera; al salón que tiene computador o tablero electrónico se le aclama Aula inteligente; al acto de subir a un niño de un curso a otro se le dice promoción anticipada; al buen rendimiento de un estudiante se le menciona desempeño aceptable; a la capacidad de aprendizaje, competencia; el niño inquieto, bribón, es hiperactivo; la inversión en educación posa ser una relación costo beneficio; al maestro que está a punto de chiflarse se expresa que padece el Síndrome de Agotamiento Profesional y que ese episodio lo puede llevar, no al asilo sino a la Clínica de reposo; a la maestra se le inviste como cucha; el retardado mental es un individuo con déficit cognitivo y al de coeficiente intelectual alto llegará el momento en que se le sitúe: con superávit cognitivo.    
          
No cabe la menor duda de que las palabras significan lo que los seres humanos queremos que signifiquen, como no cabe duda de que quienes las imponen buscan el poder. Ya lo expensaba Mäder “Todo el que pretende imponerle su dominio al hombre, empieza por apoderarse de su lenguaje”. La Economía entonces ya no es una ciencia auxiliar de la Pedagogía, como nos lo enseñaba el profesor Rafael Ávila, sino una disciplina que se viene marchitando el discurso de la pedagogía y de la didáctica, con la mirada complaciente de muchos docentes, porque los verdaderos pedagogos no abdican a la descendencia. 

Yo quiero que puedan hablar las palabras
Conversar es escribir palabras en el aire, así lo hizo Pitágoras quien desdeñó la escritura o Platón quien inventó el diálogo filosófico para obviar los inconvenientes del libro, conversar no es “echar cháchara”, ni “perder el tiempo”, como escucha uno de los labios de muchos maestros y directivos docentes, alienados seguramente por el dominio de la economía financiera y alejados de la pedagogía, esa economía empotrada en la escuela que no ve ni al maestro ni al estudiante como persona, sino como recurso, como instrumento de producción, como objeto de las políticas y no como sujeto de las mismas, como un código per capita
Ya no se conversa en la escuela como otrora, la escuela no es el telar de la palabra sino el taller del activismo y de la mudez; se descree en la palabra y se privilegia la evidencia, vale lo que es observable, medible y cuantificable, cual precio Positivista, como si toda la vida humana no ocurriese en conversaciones, desde antes de la cuna hasta después de la tumba, porque con los muertos también se habla y con los dioses. Por eso- evocando a Galeano: “ Yo quiero que puedan hablar las palabras” que son mejores que la mudez.  
Mudez y silencio son abyecciones de la conversación, aunque el silencio tiene su lenguaje. Maturana sostiene que lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de enseñar lo nuevo, sino de encontrar en el otro algo que no habíamos en­contrado aún en nuestra experiencia del mundo. Los agrodescendientes siempre han encontrado algo nuevo picando leña, aporcando la labranza, ordeñando las vacas, mirando el sol, las nubes y las estrellas, bebiendo chirrinche, guarapo, supia o güeta. En cambio, los alumnos de hoy no le hallan sabor a la retahíla de los profesores, pero si a la de los maestros que les dibujan historias en su corazón, porque escribir –como lo diría Jairo Aníbal Niño- es dibujar el pensamiento y se aprende a escribir para comunicar lo que siente el alma, sensación que solo puede hacerse mediante el lenguaje. 
Las palabras las inventamos al igual que los números, aduce Fallaci. La palabra, que no es el vocabulario ramplón, fue una protagonista de primer plano de la historia, porque – como lo apunta Borges- “cuando el silencio fue como una censura propia y el mundo se cansaba de pensar, y de exigir sus verdades, los escritores debieron asumir el papel de guías espirituales y encaminar a los hombres que deambulaban por un camino inexistente”. 

La escuela actual se niega a la mudez y al silencio obligado, porque el maestro colombiano ya vivió el “silencio obligado” al lado de las “urgencias lloradas”, tal como lo relata el profesor Martínez Boom. En los enrejados de los colegios y en los alambrados de las escuela se lee en las púas: “le tengo miedo al silencio/ por lo mucho que perdí/ que no se quede callado/ quien quiera vivir feliz”.
Pero la palabra, en esta corrupción del lenguaje y en la "estupidez", no quiere dejar de ser la protagonista. La palabra lucha por mantenerse en el palco en el que la humanidad la colocó, antes de la urbanización y del empuje del capitalismo salvaje, en el que solo se legitima la evidencia, se impugnan las voces y ya ni los perros ladraban sentados. De palabra en palabra, los ojos de los niños pueden llegar al mar y conocer las islas, señala Castro Saavedra.

“Toda la vida humana ocurre en conversaciones”, afirma el científico chileno referido. La conversación es la ruptura con el pensamiento monológico. Cuando una conversación se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros, que nos transforma. El padre de la Hermenéutica, George Gadamer, decía que: “la conversación ofrece una afinidad pe­culiar con la amistad. Sólo en la conversación (y en la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) pueden encontrarse los amigos y crear ese género de comunidad en la que cada cual es él mismo para el otro, porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro”. Par poder ser Yo he de ser otro, salir de mí, buscarme en los otros, los otros que me dan plena existencia, apuntaría Octavio paz.  
Aseverar que la conversación ofrece una afinidad pe­culiar con la amistad y que crea comunidad, nos trasporta al mundo de las emociones, una de ellas: el Amor, la emoción fundante de lo social. Pero, siguiendo con la práctica socrática, ¿Qué es el amor? Nada ajeno a la conversación. “El amor es el reconocimiento del otro como legítimo otro en la convivencia con uno”. Subrayo: en la convivencia con uno. Si así se define el amor, vale la pena interpelarnos: ¿En nuestras relaciones cotidianas y laborales hay amor? ¿Nos reconocemos unos a otros como seres legítimos y como diferentes? ¿En nuestro quehacer diario encontramos al otro y nos encontramos a nosotros mismos en el otro, en la otra? ¿Las palabras que tejen nuestras conversaciones en al escuela dan vida o matan, porque no siempre las palabras masajean el corazón ni acarician el cerebro, algunas desencadenan corticol, porque hay personas que disparan, de ahí la advertencia de Huidobro cuando dice que hay palabras que dan vida y hay palabras que matan.
Ahora bien, confieso que esta situación que estamos viviendo en la huerta escolar, en la que se intenta negar al ser humano porque conversa, esta situación que desconoce al otro como legítimo otro en la convivencia, me lleva a colegir con Faulkner, en ese pasaje de Réquiem por una monja, que “El pasado nunca está muerto” o dicho de otra manera, que el pasado: “Ni siquiera es pasado”. Que necesitamos mantenernos en la conversación, porque es dadora de vida y en el diálogo como hacedor de comunidad. Un diálogo que debe ser una investigación, en el que poco importa que la verdad salga de boca de uno o de boca de otro. “Yo he tratado de pensar, al conversar, que es indiferente que yo tenga razón o que tenga razón usted; lo importante – indicaba Borges -es llegar a una conclusión, y de qué lado de la mesa llega eso, o de qué boca, o de qué rostro, o desde qué nombre, es lo de menos”. 
Sin palabra no hay escuela, no hay familia, no hay sociedad, no hay vida humana. José Saramago, el fallecido premio Nobel de literatura, dijo en un discurso en el 2004 que las palabras no son ni inocentes ni impunes. "Hay que decirlas y pensarlas en forma consciente". Necesitamos seguir disfrutando y gozando de la conversación, tal como nos lo legó Estanislao Zuelta. Desterremos de la escuela y de la familia esa epidemia pestilencial que azota a la humanidad y de la cual adviritó Italo Calvino. Entonces…Usted tiene la palabra…

José Israel González B.
Colegio Distrital Nuevo Horizonte. Bogotá DC
Octubre 8 de 2013